miércoles, 28 de mayo de 2008

Crónicas de una ida y una vuelta: Capítulo III


La habitación estaba iluminada solo por una lámpara, que emitía una luz amarilla ubicada arriba de un escritorio de madera. El único sonido que se alcanzaba a escuchar en el cuarto, era el “tic-tac” de un reloj a cuerda que se encontraba arriba de una cómoda de tres cajones frente al escritorio.
Si uno entraba por la puerta de la habitación lo primero que veía era la cómoda; frente a ella había escritorio con un sillón de cuero donde sentarse cómodamente, y a su lado una biblioteca llena de libros. Contra la pared del medio había una cama de dos plazas y por sobre ella un gran ventanal. Las dos cortinas, que de día la cubrían en toda su extensión, estaban corridas hacia los costados y a través del vidrio se podía ver una noche cerrada. Unas pocas estrellas se apreciaban en el cielo, debido a las luces artificiales que alumbraban las calles, edificios y casas de la ciudad. Casi todos sus habitantes se encontraban durmiendo, con excepción de algunos.
La cama estaba tendida, pero tanto las sabanas como las cobijas lucían desordenadas; aparentemente el ocupante la había dejado horas atrás y no se había preocupado por poner algo de orden.
Cuando el reloj marcaba las dos y media de la madrugada, se escuchó un suave ‘pop’ y una figura alta apareció en medio de la habitación. Dio unas vueltas, se acercó al escritorio y observó largamente los papeles que se encontraban desparramados sobre él. Henry se sacó el abrigo, lo apoyo sobre el respaldo del sillón, luego se sentó y allí se quedó meditando largo rato.
El mago volvió a mirar el reloj, eran las cuatro y veinte de la mañana y no había conseguido nada. De hecho, desde que había charlado con Tommy semanas atrás, todavía no había conseguido avanzar en el proyecto. Se levantó, agarró su abrigo y decidió dar una vuelta por la ciudad.

Caminó varias cuadras antes de llegar a una de las plazas que solía frecuentar cuando tenía unos años menos. Ésta era bastante grande, tendría unos novecientos metros cuadrados y era la imitación de una plaza parisina; los fundadores habían reproducido muchos de los paisajes y edificios de París, sobre todo al construir la catedral, que era una imitación de la de Notre Dame.
Distintos cuadrados de de hierba se recortaban alrededor del centro de la plaza y estaba iluminada por varios postes de luz. Tenía cuatro fuentes de agua y en el centro se ubicaba gran piedra negra, tallada en forma rectangular y con una superficie parecida al cristal; medía unos dos metros de largo, por otros dos de ancho y uno de alto. El mago atravesó tranquilamente todo el trayecto hasta la piedra y al llegar se sentó en el centro de ella.

Estaba cruzado de brazos y piernas, con los ojos cerrados; el frío invernal no parecía molestarlo en las dos horas que había pasado en el lugar. Continuaba con su intención de resolver el enigma y repasaba en su mente todo lo que había investigado una y otra vez. La hora que precede al alba estaba por concluir, pero todavía no había algún indicio de luz solar. A varios metros de donde se encontraba Henry, cuatro individuos venían caminando y aparentemente en dirección a la piedra. El mago continuaba con los ojos cerrados y todavía meditaba; pero cuando estas personas le faltaban pocos más de veinte metros para alcanzarlo, los abrió y observó detenidamente a los hombres: eran Muggles. No tuvo que usar legeremancia para saber cuáles eran sus intenciones, desde siempre grupos de vándalos circulaban por la zona y sus objetivos eran los desafortunados que se cruzaban en el camino. Los saqueaban, golpeaban y algunas veces los mataban.
Henry no deseaba padecer el mismo infortunio que esas pobres víctimas, además tenía el vivo recuerdo de lo que había sufrido años atrás a manos de los Hombres Oscuros. Lo que ocurrió a continuación, sucedió demasiado rápido, tanto que los Muggles no llegaron a abordarlo con su característico “Eh, amego”. Antes de que llegaran hasta donde Henry se encontraba, éste se incorporó y fue a su encuentro; sacó la varita de su abrigo y disparó cuatro destellos de luz verde; a los pocos segundos los Muggles yacían en el frío suelo, sin vida.
Lo que estaba por ocurrir Henry lo sabía muy bien, los Aurors harían su aparición. Al rato de volver a sentarse en el centro de la piedra, varios “cracks” se escucharon a su alrededor; hasta que oyó el último, el joven pudo contar al menos unas veinte apariciones. Apretó con fuerza su varita, se levantó, los observó unos instantes y desapareció al primer grito de los recién llegados. Reapareció detrás de varios de ellos, se encontraban en uno de los cuadrados de hierba delimitados por setos; agitó nuevamente su varita y ésta escupió otras maldiciones asesinas. Antes de que la replica lo golpeara, desapareció y reapareció en el centro de la piedra, habían activado unas barreras mágicas y no podía aparecerse fuera de los limites de la plaza; mató a otro par de Aurors que estaban frente a él, pero sabía que era una pelea sin sentido: primero porque seguían apareciendo los magos del Ministerio y segundo, si continuaba el ritmo con el que estaba peleando, tarde o temprano se cansaría y lo atraparían.

Sabiendo todo esto, dibujo un circulo a su alrededor con la varita, murmuró unas palabras olvidadas por los magos de hoy en día y un campo energético de color dorado apareció rodeándolo y protegiéndolo de los ataques. El escudo solo serviría unos momentos y debería aprovecharlos al máximo para ideal algún plan; mientras tanto, los Aurors lo habían acorralado y apuntaban sus varitas hacia él. Algunos habían lanzado hechizos paralizantes, pero éstos habían rebotado contra el campo protector y regresado contra ellos.

Fue entonces cuando el líder habló:

- Haga desaparecer el escudo, Sr. Persico y entrégueme su varita- exigió un mago al parecer en sus treintas, pero bastante cuarteado por los años de servicio.
‘Ilusos’ pensó Henry, pero continuó sin emitir palabra.
Le estaba quedando poco tiempo y esto comenzaba a enfadarlo, no le gustaban éste tipo de situaciones y una vez más era blanco del prejuicio gubernamental hacia su apellido.
El líder volvió a hablar, pero esta vez las palabras respetuosas habían desaparecido y el ultimátum no tardó en llegar - Persico, haga lo que ordeno o sino…-
Y fue entonces cuando recordó algo que había encontrado en sus años de investigación en Europa; era un viejo poema de la tradición mágica germana, muy poco conocido, que recordaba las maldiciones imperdonables.

“Serán hechizos prohibidos,

Tres de ellos conocidos, salvo uno.

¿Que llevaban cada uno consigo?

El control, la muerte, la tortura

Y cuatro palabras”

- Cuatro palabras- dijo Henry hablando por vez primera en toda la noche. Cerró su puño sobre el mango de la varita, sosteniéndola en el aire como un cuchillo; comenzó a agacharse y de la punta de la varita brotó una luz blanca. El escudo desapareció mientras apoyaba su rodilla derecha en el suelo. Inesperadamente, los Aurors se habían quedado sorprendidos por lo que estaba haciendo Henry, y todavía no habían atacado; el líder volvió a gritar y la desesperación se notó en su voz.

- ¡¡Deténgase, Persico!!-

Henry ya no lo escuchaba, juntaba todas sus fuerzas y las concentraba en su varita.

- Exevo- dijo dirigiendo la varita hacia la piedra.

- ¡¡¡Deténgase!!!- Volvió a ordenar el líder.

- Gran… Mas- continuó Henry.

- ¡¡¡¡Mátenlo!!!! Gritó el Auror y mientras Henry clavaba su varita en la piedra, decenas de maldiciones se dirigían hacia él.

- ¡¡¡VIS!!!-

Un gran centelleo salió del lugar donde Henry había clavado su varita e iluminó una parte de la plaza en cuestión de centésimas. Unos segundos después, el joven mago se enderezó y observo sorprendido lo que había pasado. Todo lo que estaba en un radio de más de cien metros había sido desintegrado. Lo único que la fuerza del hechizo no había tocado era el punto donde se encontraba parado Henry; los Aurors habían sido reducidos a nada. Y sobre todo, las barreras anti-desaparición ya no lo detenían.
Tardó en dar crédito a lo que veía, pero luego no le cabían dudas; y mientras los primeros rayos del Sol, bañaban lo que quedaba de la gran plaza, su risa se escuchó en cada rincón, había resuelto el problema.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

simplemente magnifico

veo que volviste a dejar que se comente en tu blog

Henry dijo...

Gracias.

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