jueves, 15 de mayo de 2008

Crónicas de una ida y una vuelta: Capítulo I


Era de noche y el frío se extendía por toda la ciudad. Se podía apreciar un cielo sin Luna, pero las luces artificiales no dejaban admirar todas las estrellas, solo las más brillantes se hacían notar.

Un hombre caminaba por una de las amplias avenidas características del lugar; era muy ancha y entre una vereda y la otra había una rambla que separaba las dos calles asfaltadas que la alimentaban. Tanto las veredas como la rambla estaban arboladas, y cada quince metros había bancos donde sentarse. La avenida desembocaba en una plaza de gran extensión y hacia ella iba el hombre, como habituaba hacer en sus caminatas. Vestía un abrigo negro y guardaba sus manos en los bolsillos del jean azul oscuro que tenia puesto. No tenía un destino fijo, acostumbraba a caminar algunos kilómetros por las noches invernales; lo hacía para pensar tranquilamente y aprovechar la frescura.

Atravesó varias plazas y avenidas más en su recorrido, pero ésta ves sin darse cuenta se estaba dirigiendo a los límites de la ciudad. Éstos eran bastante peligrosos, la ley hacía tiempo que no los vigilaba y por eso varios hombres oscuros los transitaban a la caída del Sol.

Pronto llegó a un lugar donde el espacio se abría y las calles tomaban distintas direcciones. Algunas iban hacia el norte, otras seguían hacia el este y los límites con el mar, y otras hacia el sur. Siguió por el camino del éste, la vereda de material había desaparecido cientos de metros atrás y ahora pisaba tierra y pasto.

Demasiado tarde se dio cuenta del error que había cometido, a unos metros venían tres de esos hombres caminando hacia él. Absorto en sus pensamientos no los había advertido, pero ya no tenia mucho tiempo para huir. Cuando los tuvo más cerca pudo observarlos mejor: los tres lo superaban en altura, vestían ropas desgarradas y desgastadas por el tiempo y las caras no auguraban buenos propósitos. El joven se detuvo y los otros lo alcanzaron.

- Hola amego ¿No tene’ una moneda pa’ compra’ un vinito?- le preguntó uno de ellos.

El muchacho no respondió, estaba completamente paralizado y había olvidado como hablar; muy asustado, el miedo no lo dejaba pensar con claridad, pues debajo de su abrigo, en el bolsillo trasero de sus jeans, llevaba su varita mágica.

El hombre oscuro volvió a hablarle y esta vez, la amenaza no tardó en llegar.

- Eh loco ¿Que te pasa? ¿Te asustamo’ un poquito?- Dijo y comenzó a reír con sus compañeros. - ¡Dame todo el oro que tengas y esa campera!- le ordenó, pero el muchacho continuó sin responder. Las palabras no volvieron a ser utilizadas por aquel hombre, rápidamente le pegó un puñetazo en la cara y lo hizo trastabillar hacia atrás. Otro de ellos lo agarró por la espalda y el cuello y los demás siguieron golpeándolo.

Cuando ya lo habían pateado bastante y él se encontraba en el piso, le sacaron el abrigo.

- Lito’ loco!- dijo uno de ellos- toquemo’ de acá!- y se dio vuelta para salir corriendo. Pero en el preciso momento en el que terminaba de hablar un rayo de luz roja lo golpeó en la espalda, lo hizo salir despedido unos metros hacia delante y allí quedó tendido. Los otros dos se voltearon en la dirección que había venido el misterioso rayo y lo que vieron los sorprendió: ante ellos se encontraba el muchacho que habían golpeado, luchando por mantenerse erguido y apuntándolos con un objeto extraño y desconocido para ellos.

-Ehh loco! ¿Qué te pa’?- le gritó el hombre que había comenzado a golpearlo anteriormente, pero no pudo hacer mucho más. Otro rayo rojo le dio de lleno en el pecho y lo mandó a volar; el que quedaba todavía en pie, soltó el abrigo y salió corriendo. Pero el joven mago no lo atacó, el esfuerzo para conjurar los hechizos lo había agotado, y ahora lucía hincado sobre su rodilla izquierda y respiraba trabajosamente.

Se acercó como pudo hasta donde estaba su campera, la tomó y se la puso, el frío lo estaba castigando tanto como sus heridas. Pero la noche todavía no terminaba; instantes después de que perdiera de vista al asaltante que había huido, varios “cracks” se escucharon a su alrededor. Y eso solo podía significaba una cosa: Aurors.

‘¡Mierda!’ pensó el muchacho mientras miraba en todas direcciones intentando distinguirlos ‘¿Qué puedo hacer? Lo único cerca…’ En ese instante un rayo de color violeta golpeo el suelo a unos centímetros de donde se encontraba, habían fallado por poco, pero la suerte no volvería a ser la misma.

- ¡Quieto! ¡Quédese donde está!- Ordenó una voz desde la oscuridad.

No tenía mucho tiempo y aunque consiguiera explicar por qué atacó a esos Muggles, lo detendrían igual. Seguramente ya sabían quien era y menor de edad o no, lo consideraban una amenaza. Conociendo cual era su destino si no actuaba rápidamente, cerró los ojos concentrando todas las fuerzas que le quedaban y pensó ‘Destiny, decision…’ Dio una vuelta en el lugar y con otro “crack” había desaparecido.

El muchacho reapareció varios kilómetros hacia el sureste, en una planta de origen Muggle que destilaba petróleo.

El emplazamiento, que se encontraba cerca del mar, era gigantesco; había muchas torres de varios metros de altura, coronadas con llamas en la punta. Distintos tipos de cañerías iban y venían, alguna de ellas superaban en altura al propio mago, otras llegaban a ser tan finas como las ramas de un árbol; todas conectaban las torres entre si y luego se dirigían hacia una parte subterránea. El chico había aparecido en lo que suponía ser un galpón de descarga y almacenamiento de barriles con petróleo; cada uno de estos barriles tenía alrededor de un metro y medio de alto, y estaban apilados en parejas de modo que formaban varias filas. Era tal la cantidad de barriles que había, que la vista del mago no alcanzaba para abarcar toda la extensión del depósito, pero a pesar de esto podía notar que el perímetro estaba delimitado por un alambrado y un techo de chapa protegía el interior del depósito de la acción de los elementos.

A cincuenta metros del punto donde se encontraba parado había una puerta abierta, caminó de forma dificultosa hacia allí, la atravesó y salió a una de las salas de producción de la petroquímica. Ésta tendría cien metros de largo por otros sesenta de ancho, el techo se encontraba a gran altura y desde allí incontables lámparas de cuarzo iluminaban con una potente luz blanca. Otra vez se podían observar las cañerías yendo y viniendo por la sala, conectando distintos equipos tecnológicos.

Se quedó allí parado, jadeando y respirando entrecortadamente a metros de la puerta que recién había cruzado, sabiendo que era el final de la partida. Las heridas internas lo estaban despedazando, su poder mágico estaba demasiado bajo y aunque quisiera continuar, nada podría hacer. Apuntando directamente a su corazón, veinte Aurors de túnicas rojas y blancas le cerraban el paso. La sala se oscureció de repente y ya no supo más.

*

Despertó en una fría habitación varias horas después de lo ocurrido; lo habían curado de sus golpes y heridas internas, interrogado con Veritaserum y despojado tanto de su abrigo como de su varita.

El contraataque a los Muggles le había jugado una mala pasada, tampoco lo ayudo el intento de fuga, pero su apellido y la mala fama entre los de su clase lo terminaron de condenar.

Los Persico eran una antigua familia de magos, incalculables años atrás se habían instalado en la ciudad de Silverburg, al sur del país y poco a poco se habían convertido en uno de los clanes mas poderosos, ricos e influyentes de la comunidad mágica. Pero tan viejo como su origen, era una costumbre que tenían los miembros de la familia, la que le había costado el repudio y severos enfrentamientos con el Ministerio: atacar Muggles. Y al haber tan pocos magos en un país llenos de “homo sapiens” (como los llamaban despectivamente los Persico), el gobierno hacía todo lo posible por evitar cualquier tipo de ataque.

Henry era el único de su familia que todavía caminaba por el Mundo Mágico; su padre había sido ejecutado antes de que naciera, por masacrar a varios Muggles un día de “San Valentín” y su madre había fallecido cuando apenas tenía ocho años. Desde entonces y hasta los diez años y medio, había sido criado por su padrino (el mejor amigo de su padre), pero éste había desaparecido de forma misteriosa poco antes de que Henry comenzara su educación mágica; aunque él creía que había muerto en un enfrentamiento con los Aurors. Por lo tanto, al comenzar su educación en el Instituto de Cultura Mágica, carecía por completo de familiares. Esto poco le importaba, ya que era muy rico, tenía toda una vida para disfrutar y era un mago; pero el gobierno seguía muy de cerca todo lo que hacía, deseando que no se generaran otras masacres. Y aunque desde que ingresara al Instituto nunca había demostrado intenciones de continuar con el legado familiar, lo consideraban un mago potencialmente peligroso y esto lo sabía muy bien.

Lo soltaron luego de unos días, por fortuna había actuado sin lastimar severamente a los Muggles y esto había sido su carta salvadora. Le devolvieron su varita y lo dejaron retornar a su hogar con la advertencia de que si volvía a atacar Muggles, sin importar el por qué, lo encerrarían de por vida. Prometió que no haría mas nada, pero algo se había roto con los sucesos de esa noche; para cuando llegó a su casa, se juró que no lo volverían a atrapar y que en adelante, nada ni nadie lo detendría.

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