sábado, 18 de marzo de 2017

Apuntes

No siempre fue todo tan oscuro como ahora, no, mis días solían ser más normales; días donde el sol iluminaba más mi rostro, donde mis sentidos eran bañados por sensaciones que inevitablemente están asociados a esa clase de días: días felices. Es difícil de explicar, porque el pensamiento no suele tener la misma fuerza una vez pasado al papel, pero a pesar de todo a veces siguen apareciendo esos días.
Desde la muerte de Trístan que la realidad se fue opacando lentamente. Al principio no fue sencillo aceptar que había sido yo quién había apagado su luz, no en vano fue mi amigo durante tantos años, pero de a poco pude aceptar lo que había hecho. En el fondo tampoco me sentía muy culpable, debo reconocer que a veces me gusta hundirme en mi propia conmiseración, creo que es para llamar la atención de los que me rodean. Pero divago, estaba hablando de Trístan.

Su muerte abrió las puertas por completo, no existía rival que me pudiera detener en todo el Reino del Norte. Astargos había sido aniquilado hacía años, en la Guerra del Mago, la subsiguiente matanza entre los aliados y sus huestes se extendieron más de lo pensado, pero los aplastamos. Trístan y yo a la cabeza del Ejército Verde. ¡Ah! Todavía veo el color de los estandartes. Nos costó, pero conseguimos lo que nos habíamos propuesto desde niños. Cómo decía, ya no había quién pudiera detenerme luego de su muerte. Confieso que sentí un gran alivio, temía la hora en que nuestras espadas fueran a cruzarse y si bien mis obras habían llamado su atención, no fue hasta que esos malditos pueblerinos lo convocaron que decidió enfrentarme. Trístan me quería demasiado, habíamos sido como hermanos desde muy pequeños, ese fue su mayor error. Yo lo quería, eh! Claro que lo quería, pero no tanto como me quiero a mi mismo. Pedirle a un ser como yo que observe un poco más allá de su ombligo es una tarea quimérica.
Las puertas del Reino se me abrieron y tomé posesión del Trono del Mago. La culpa me acompaño un tiempo. Los atardeceres de Nordenland siguen haciéndome compañía. Allí suelo despejarme de las obligaciones diarias. Son esos momentos los que me hacen sentir normal, aunque sea por unos pocos instantes. El aire del Gran Mar tiene ese efecto. De otra forma, el resto de mis tiempos son fríos, fríos y opacos. Mi corazón es cada vez más oscuro, tampoco fue muy luminoso antes, pero las responsabilidades de un gobernante logran eso, enfriarte. Convivir con la posible traición, los conciliábulos interminables, las intrigas palaciegas… A veces me dan ganas de exterminarlos a todos los que me rodean. Desenfundar mi espada y deshacerme de toda esa gentuza inferior. Pero no puedo. Se ocupan de tareas que de otra forma serían incumplidas y yo tengo tanto por conquistar.
A veces la gente cree que ser un tirano es fácil, que reprimir cualquier atisbo de felicidad en tus súbditos es un acto que se puede realizar sin pensar. No, no es así. Se necesita talento, talento y habilidad, porque si no fuera por eso, todos serían tiranos. ¡Ja! Cómo me hacen reír. Ya sé que están preparando una rebelión. Es completamente inútil, pero a la vez necesaria e inevitable. No se puede dominar con puño de hierro y esperar que nadie intente asesinarte. Por mucho menos nos levantamos con Trístan en contra del Mago Astargos. Qué tiempos aquellos. Recuerdo cuando me enfrenté cara a cara con él, siempre tendré grabada su última expresión facial, cuando lo atravesé, no podía creer que alguien además de él pudiera dominar las Artes Esotéricas, aunque, debo admitir, lo que hago es discutible. Trístan no paró de preguntarme cómo lo había logrado. Maldito Liceño, a veces no se callaba durante horas.

Suelo pensar en desaparecer, retirarme al desierto como lo hice hace años. Tanta palabrería me cansa. Tanta responsabilidad me agota. Pero vengo hasta los acantilados y descanso mi mente. Los rayos del sol poniente me dan un poco calor. Su luz me devuelve algo de esa especie de humanidad que supe tener.
Despejarme me hace bien, necesito estar lúcido y preparado. Aleta se encargó de que su hijo encabezara la venganza contra el asesino de su padre, y conociéndola como lo hago, sé que intentará por todos los medios encontrar las Armaduras. Su pueblo las forjó en los anales del tiempo y al hacerlo, las bañaron de poder. Las desea tanto para su hijo, como para ella.
El vástago no podrá encontrarlas. Fracasará y estas palabras quedarán asentadas como prueba de mi grandeza, mi capacidad para adivinar el futuro y los caprichos de los hombres. Porque soy imparable y mi furia será como el viento Norte: frío y cruel. Ya se darán cuenta con quién tratan, a quién desean destruir. Porque yo soy Lord Rakken.

jueves, 25 de noviembre de 2010

Leyendas del norte



Erase una vez, un hombre de rostro agraciado y altura fuera de lo ordinario; vivía en una bella tierra, cercana a las costas del Gran Mar, en el reino de Trondheim. No se le conocía padre o madre que lo hubiera engendrado. En una noche cerrada lo habían encontrado cuando era un retoño; fue adoptado por una pareja de pescadores de la zona y lo criaron como si fuera propio. El pueblito establecido en aquellas costas era bastante pacífico y sus habitantes respondían al comando del Jefe-Guerrero Alsgärd.
Pasaron los años y el niño creció. La mujer del pescador lo había bautizado Tarkûn y así lo conocieron en sus primeros tiempos. Poseía un carácter encendido e inteligencia sin igual además de una velocidad física sorprendente. Aprovechó sus cualidades para hacerse respetar desde muy joven y en el pueblo nadie osaba desafiarlo. Aunque rápido para la cólera tenía un gran corazón.
El Jefe, que era un viejo lobo de mar, deduciendo que Tarkûn podría servirle para sus propios intereses, no tardó en acobijarlo bajo su ala. Le enseñó todo lo que sabía sobre el combate y su pupilo aprendió.
Cuando ya rondaba la veintena, el ataque liderado por Astargos a los reinos de Trondheim, Olsokh y Vylandur desencadenó la guerra y cada pueblo asistió a quienes gobernaban; una mañana partió a la batalla un numeroso grupo de pobladores, entre los que se encontraba Tarkûn. Se presentaron en el campamento establecido en el bosque de Silderheim y se unieron a los otros. Varios años duró la contienda y el joven ganó una gran reputación que le valió el título de Caballero del Reino, otorgado por el propio Fredrik III en persona. Aquella vez los reinos se alzaron con la victoria y los soldados volvieron a sus respectivos pueblos. Al retornar a su lugar de origen, Tarkûn y sus compañeros chocaron con algo inesperado: el pueblo había sido arrasado por completo y no encontraron sobrevivientes. El enemigo los había tomado por sorpresa. Fue entonces que, desconsolado y cegado por la furia, juró venganza y se prometió no parar hasta tener la cabeza del Tenebroso Astargos en sus manos.
El tiempo pasó y su juramento lo llevó por distintos lugares del reino. Los años casi no lo tocaban, parecía envejecer muy lentamente, sin embargo su corazón ya no era tan cálido y se había transformado en una persona dura y calculadora. A pesar de ello, en la ciudad de Silderheim conoció a otro caballero, del cual se hizo muy amigo, llamado Tristan. Compartieron varios momentos felices y aciagos en la lucha contra el enemigo.
En un año marcado por una profunda oscuridad, el Rey Fredrik murió y el trono pasó a su hijo Vindelin. Entendiendo que la mano negra de Astargos los acecharía por siempre si no hacían algo más que defenderse, convocó un gran ejército. Allí fueron Tarkûn y Tristan entre otros grandes señores y caballeros.
La fortuna estuvo de su lado; logrando la victoria en distintas batallas, el cerco fue acorralando al Mago Negro. Esa vez, las ansias de libertad y prosperidad fueron más que las artes malignas y Astargos fue derrotado. Tarkûn aprovechó su oportunidad y lo enfrentó en un duelo intenso; cumpliendo la promesa hecha tiempo atrás, no tuvo piedad y liquidó al enemigo sin pensarlo.
En adelante, su vida se apartó de la de Tristan. Pocas crónicas existen de aquella batalla final, aunque todas coinciden en que Tarkûn cayó en las tinieblas. Sin quedarse mucho tiempo en los festejos, desapareció del mundo conocido y, guiado por su arrogancia, se internó en Los Paramos; tierra temida por los reinos que viven bajo el sol.
Cuando volvió, mucho tiempo después, construyó su morada en las montañas del noreste. El miedo y el terror lo acompañaban, Lord Rakken se llamó desde entonces y todos temieron pronunciar aquel nombre.
Poco a poco, fue rodeándose de figuras siniestras, replegadas luego de la derrota de Astargos; sintiendo el nuevo poder, volvieron de las sombras y con ellas armó un ejército enorme. Se transformó en una nueva Oscuridad; esta vez más terrible e intensa que la del propio mago.
En un principio, nadie sabía quién estaba detrás de todas las desgracias. Los que escapaban de él decían que poseía poderes espantosos, forma pavorosa o que nadie podía mirarlo directamente a los ojos. Pero todas eran conjeturas. Cierto es que Tristan fue convocado por el Rey para presentar pelea, confiando en sus habilidades, en los largos años de servicio y en su caudillaje sobre las fuerzas del reino. No tuvo suerte. Fue aplastado por el enemigo y Rakken se encargó de eliminar a su otrora amigo.
El Poder ahora se alzaba sin limitaciones y, uno a uno, casi todos los reyes cayeron en distintas contiendas.
Es entonces, en esta situación desgraciada, que un rayo de sol se vislumbra en la tempestad y la historia del Heredero comienza.

miércoles, 29 de septiembre de 2010

Al calor de las balas


Hervía el asfalto con el sol del mediodía. La ciudad padecía el auge del tráfico diario. Una llamada anónima había denunciado ciertas irregularidades en la calle 10 y dos unidades policiales se dirigieron con velocidad.
John “Doc” Smithcraft y James Lafferty, estandartes de la nueva policía, viajaban en uno de los autos; era indispensable su presencia, conocían los bajos como pocos. John fue el primero en recibir la orden, dado que James no se encontraba en la comisaría y le faltaban algunas cuadras para llegar. Suponiendo lo peor, cargó su Magnum característica, las nueve milímetros y dos chalecos antibalas. Apenas subió al coche, distinguió a su amigo en la lejanía y lo encaró.
James lucía demasiado agotado, las últimas noches no había podido pegar un ojo, la adicción a las apuestas, esta vez no era el problema: Su novia lo había llamado para contarle que estaba embarazada y llevaba tres meses de gesta. Era una situación nueva y desconocida para él; siendo una persona de reacciones enigmáticas, los siguientes pasos habían de ser un misterio. Mientras acudían al lugar del incidente, le relató a su amigo la noticia. John no pudo disimular su alegría, y a James le generó una mezcla de orgullo y agradecimiento. Era lo que necesitaba, apoyo psicológico suficiente como para abordar su compleja realidad con una mirada optimista.
El otro coche, donde viajaban cuatro efectivos jóvenes, fue el primero en arribar a la escena. Comunicaron la situación por radio y bajaron para verificar. Segundos más tarde, John ubicó el automóvil cortando la calle de modo que el tránsito se desviara. Apoyó los pies en el suelo justo cuando se oían dos disparos; reaccionando le alcanzo las armas a James y desenfundó su revólver. Otro par los obligó a abrir el baúl y cubrirse detrás. James se asomó unos centímetros y, a través de sus anteojos de sol Aviator, observó cómo sus compañeros caían heridos. Miró a John a los ojos y con un guiño de éste se levantaron y comenzaron el tiroteo.
Las balas provenían desde un kiosco de pequeñas dimensiones, la llegada de la policía desconcertó a los delincuentes que se habían atrincherado detrás de un mostrador. James corrió hacia la puerta, distinguió sólo a dos de ellos y al dueño del comercio; John se paró del otro lado, recargaron y continuaron el enfrentamiento.
En una fracción de tiempo, su amigo se desplomó en el suelo ante su incrédula mirada. Iracundo, entró en el lugar y asesinó a los ladrones.
Supuso que todo había terminado, pero la mirada de terror del kiosquero y la fría sensación de una pistola en la sien le comunicaron su error.
- ¡Corten!
Los caídos se levantaron. Jack McClaren (James Lafferty) se acercó al director y le preguntó:
- ¿Qué te pareció Robert?
- Mejor que las cuatro tomas anteriores- contestó entre sonrisas.
- Fantástico- se dirigió a su compañero y le gritó – ¡Charles (John “Doc” Smithcraft), le gustó! ¿Vamos a tomar algo?

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