Una tenue luz y naranja se aprecia desde la ventana del Petit Château; a través de ella el panorama de una habitación amplia.
Una fogata consume gruesos maderos dentro de la chimenea grande y antigua. La noche se cierra sobre los terrenos y una luna llena le resta protagonismo a las estrellas.
Varios muebles pueblan el lugar, algunos muy viejos, otros recientes; el estilo es homogéneo.
Un hombre sentado en su sillón que luce cómodo y mullido. La mano derecha se cierne sobre un vaso de whiskey, la izquierda sostiene un habano de Cuba. Ambos vicios se transforman en los placeres de quien los degusta.
Detrás del sillón, una mesa larga y varias sillas en la penumbra. La luz no es suficiente para iluminar tamaño espacio, el contexto es el ideal.
Coronando la boca del hogar, un escudo de armas se impone. Dos leones empuñan sendos mazos, entre ellos, una cruz roja le da el toque distintivo.
Pinturas de distintas épocas cuelgan en las paredes. Tantas, que la habitación sola no puede contenerlas, y algunas se pierden en los pasillos linderos.
A pasos de la mesa, dándole un límite divisor a la habitación, un arco de piedra, carente de puertas. En el centro y apenas notable, el mismo escudo, tallado. Ya al nivel del suelo, a ambos flancos, dos armaduras protegen la entrada; su edad es indescifrable, se podría suponer que pertenecen a los albores de la Edad Media.
Hay un imponente reloj a un lado de la chimenea, con perfección suiza marca las doce de la noche. El hombre, que se hallaba hundido en distintos pensamientos, extrae un reloj del bolsillo y lo compara. Lo corrige y devuelve a su lugar.
Los ruidos pertenecientes a la nocturnidad entran por la ventana. Pisadas o corridas de zorros, pájaros sombríos cantan con tono lúgubre y el viento soplando.
Ninguno parece molestar al hombre, ni distraerlo. Continúa su estado de indiferencia y tal vez de ingenuidad.
Un teléfono suena a la distancia; desganado se levanta a atenderlo. No se mantiene una charla demasiado larga; al rato retorna y se sienta en el sillón, una vez más.
El reloj marca el comienzo de la madrugada y, con ello, el vaso se repone con whiskey.
Bibliotecas repletas de libros esperan ansiosos que elija a alguno. No parece dispuesto a hacerlo. Prefiere quedarse donde está. Hace tiempo ha elegido ese camino, agotado por un existencialismo, tal vez pesimista, bañado de una realidad imposible e inevitable.
La cercanía a la muerte no parece amedrentarlo ni alertarlo. Algunas veces es difícil distinguirla, pero él comprende que aquella finitud se acerca.
El reloj vuelve a sonar, han pasado dos horas. Tiene ganas de irse a dormir pero el vicio lo detiene llenando el vaso nuevamente.
El silencio logra un ruido progresivo e intenso. Ya no se escucha el salvajismo de la naturaleza.
El tic-tac se torna insoportable.
Está cerca de levantarse, la vista comienza a decaer.
El tic-tac continúa aumentando, pero encierra una trampa; el ruido penetrante camufla otro tic-tac. Otro reloj debajo del sillón.