sábado, 28 de noviembre de 2009

Robin Hood


El capitán Charles Sigfried del submarino atómico “Robin Hood” se encontraba en su puesto de mando. Hacía horas que no emitía palabra y tenía la mirada perdida en el vacío. En reiteradas oportunidades su segundo intentó entablar conversación con él y fracasó.

“Robin Hood” era la última expresión de vanguardia en la ingeniería militar del Imperio Británico. Durante cinco años innumerables hombres ayudaron en el proyecto. Catalogado por la prensa como el más ambicioso y costoso de los últimos cincuenta años. Sin embargo, el esfuerzo realizado por la Corona le sirvió para recuperar la hegemonía de los mares.

A diferencia del “Tifón” ruso, el submarino británico acumulaba su ventaja en la pequeñez del esqueleto. Una aleación de distintos metales, donde el oro se llevaba la mayor parte, lo protegía contra las presiones más extremas del planeta. Era impulsado por la energía de dos mini reactores, diseñados por la Escuela de Edimburgo. Ambos, sumados al sistema de climatización residual, desplegaban una capacidad de navegación continua de dos años.

La prueba de fuego para el prototipo se llevó a cabo en la Falla de Las Marianas; donde la profundidad supera los once kilómetros, el submarino soportó varias atmósferas y rompió el record de permanencia prolongada a tanta distancia de la superficie. La Corona y el gobierno estaban extasiados, un logro semejante les permitía desplazar a los norteamericanos e instalarse una vez más en el primer escalafón.

Durante un par de décadas se especuló con que la hegemonía del Atlántico Norte perdería a manos de las potencias del Pacífico, sobre todo por el crecimiento imparable que había mantenido el gobierno chino en los últimos años. El Departamento de Estado había llegado a considerar una guerra intercontinental, para detener las pretensiones agresivas de la República Popular. Pese a la postura contestataria, un sorpresivo cambio de mando en la Corona llevó al nuevo Rey a reformular distintas posturas que el viejo Imperio desarrolló con los años. Ante la nueva actitud de la Madre Patria, los Estados Unidos se relajaron y marcharon detrás.

La guerra no se hizo esperar, a diferencia de tiempos anteriores donde el conflicto se desplegó sobre el continente europeo, la batalla termonuclear se presentó en la escena. Las hostilidades tampoco duraron demasiado; a decir verdad, en sólo un mes las potencias anglosajonas derrotaron a la amenaza.

Una vez finalizados los conflictos, deliberaciones y demás elementos burocráticos, los británicos, con “Robin Hood” a la cabeza, se adentraron en la exploración del suelo marino en busca de recursos naturales.

El 26 de abril, en medio del Océano Atlántico, la computadora central del submarino despertó bruscamente al Capitán Sigfried:

- Señor, he detectado una fluctuación en los niveles del suelo.

- A ver, H.E.N.R.Y, pásame los números que hayas elaborado.

Charles se desperezó mientras recibía el informe. Una vez finalizado, la terminal procedió a mostrarle imágenes capturadas por la cámara de la nave.

- Con razón H.E.N.R.Y, números tan erráticos tenían que significar solo eso.

- ¿Qué quiere decir, señor?

- Hemos encontrado una ciudad cubierta hace tiempo por los niveles del agua…

sábado, 21 de noviembre de 2009

Jornada laboral


El despertador sonó marcando las seis de la mañana. Arthur abrió los ojos, observó el techo color canela unos instantes y se levantó. Tomó una ducha rápida, se vistió, desayunó a penas un café, cogió el maletín preparado el día anterior y salió del departamento a paso redoblado.
Una mañana gélida, la nieve cubría por completo las calles y todo lo dormido sobre ella. Arthur se detuvo un segundo en la puerta del edificio, levantó el cuello de la giacca negra, encendió un cigarrillo y continuó camino, repasando de forma metódica el plan a cumplir en la jornada. El reloj pulsera marcaba las nueve y veinte, apuró el paso.
Llegó a la oficina sin sobresaltos, selló la tarjeta de ingreso y se dirigió al cubículo negro. Acomodó cuidadosamente el maletín arriba del escritorio, el sobretodo en el respaldo de la silla y fue hacia la máquina de bebidas por otra dosis de cafeína líquida. Uno a tras otro saludó a sus compañeros, intercambió algunas palabras vagas mientras ingería la infusión y retornó al espacio cotidiano.
A las doce del mediodía se levantó por primera vez; la silla resultaba demasiado agradable como para separarse de ella, pero el estómago había rugido la última media hora y decidió silenciarlo con algo de comida. Subió al bufete en el último piso; congratuló atentamente a quien atendía, pidió un sándwich de carne y, una gaseosa, y se acercó a las ventanas para que la luz del sol lo calentara.
A las tres fue a beber el tercer y último café del día. Esperando que la máquina llenara el vasito de plástico, una compañera se acercó. Vestía una seductora minifalda negra, medias a tono, zapatos de taco alto y camisa blanca. Dialogaron un rato; la invitó a tomar algo en la noche, ella aceptó y quedaron en comunicarse. Volvió al escritorio riendo por lo bajo, tratando de disimular su buen humor.
La alarma del reloj pulsera sonó a las cinco en punto, todavía faltaban treinta minutos para que finalizara la jornada laboral. Abrió en forma cuidadosa el maletín y programó el reloj de su interior para las cinco y veintinueve. No le quedaba mucho tiempo, tomó la giacca y el maletín y fue hacia a la salida. En el camino se topó con su jefe, apoyó el maletín en el suelo y le estrechó la mano; conversaron unos segundos, mientras se colocaba el sobretodo. Apuró la marcha para alcanzar el ascensor y abandonó la oficina.
Se detuvo unos segundos en la vereda cubierta de nieve y encendió un cigarrillo; era el segundo de la fecha y el cerebro se relamía sabiendo que faltaba un tercero. Levantó el cuello negro y emprendió el camino de regreso al hogar. Paró frente al semáforo esperando el verde; miró el reloj pulsera: restaban treinta segundos. Cruzó por la senda peatonal y un estruendo se escuchó detrás de él.
Los transeúntes quedaron paralizados. La explosión destrozó el frente del edificio; gigantescas llamas brotaban del tercer piso y un humo negro contaminaba el ambiente. Arthur pasó inadvertido entre la multitud; sus labios se curvaron en una sonrisa.

sábado, 7 de noviembre de 2009

El banco


La sede del Persik Bank de la ciudad de Manchester no era un edificio común. El dueño de la corporación había mandado llamar al artista plástico más exitoso del momento, para que diseñara la estructura exterior. Resaltaba por sobre la monotonía de las casas típicas del lugar y los complejos industriales.

Era un día como cualquier otro, el otoño ya se había instalado trayendo consigo nubes y chubascos; la mañana, a pesar de los fríos anteriores, llegó con una temperatura agradable. Las diez, marcaba el comienzo de la jornada y las puertas de cristal se abrieron dando paso a la multitud. Nada fuera de lo cotidiano.

La crisis económica internacional no pudo hundir la institución; la junta directiva se movió con habilidad y los negocios gozaban de una salud superlativa.

Ludwig Von Persi era un magnate poco común, a los diecinueve años heredó una pequeña fortuna, apenas superior a los diez millones de libras, pero su perspectiva vanguardista y su actitud ganadora lo convirtieron en uno de los hombres más ricos y poderosos del planeta; podría decirse que era el Rey Midas del nuevo milenio.

Alrededor de las once y media, paró en la puerta el contingente ejecutivo transportados por diez autos de alta gama. Al ingresar, todos giraron sus cabezas hacia la entrada ante semejante aparición. Con el joven Ludwig a la cabeza, vistiendo un traje de seda italiana, se dirigieron hacia el ascensor privado. Comentaban entre los empleados que una fusión empresarial estaría gestándose; aparentemente incorporarían a un desafortunado banco noruego, aunque no esperaban tal compra para estos días. El lunes pasado había marcado otro día negro para los negocios en Wall street y, junto a la norteamericana, la bolsa de Londres también retrocedió varios puntos.

El asombro todavía sacudía a empleados y clientes, a pesar de que el ascensor ya había retornado de los pisos superiores.

Ninguno prestaba atención, pero al día aún le restaba otra sorpresa por entregar.

Un hombre flacucho y desgarbado entró a eso de la una de la tarde. No vestía mal, tampoco era un modelo de pasarela. Zapatillas comunes, unos jeans gastados cubrían la parte baja y una amplia camisa blanca fuera de los pantalones. Se detuvo a unos pasos de la puerta, observando el contexto en el que se hallaba. Uno de los recepcionistas estuvo a punto de ofrecerle ayuda, pero el hombre se dirigió hacia las cajas. Con agilidad innata sacó una pistola de los jeans y disparó dos veces, lesionando a los guardias que se encontraban a unos quince metros. No tuvo necesidad de gritar; el resto de la gente, salvo un par de cajeros, se arrojó al suelo; y quedaron tendidos. A menos de un metro de las ventanillas, le tiró una bolsa de material sintético pero resistente a uno de los cajeros, y para que no quedaran dudas, le destrozó la cabeza de un balazo al compañero de la derecha. El muchacho comenzó a llenarla con fajos, a la vez que el maleante vigilaba al resto, y se la devolvió. El hombre la tomó y huyó corriendo de forma cuasi velocista.

Tardaron minutos en comprender qué pasó; algunos clientes se levantaron, otros siguieron en el suelo y unos pocos se desmayaron.

La alarma silenciosa había sido activada luego del primer disparo, pero el delincuente no le dio tiempo a la policía.

No hubo forma de rastrearlo, aunque se esforzaron todas las unidades. Tampoco existía manera de identificarlo mediante las cámaras de seguridad: cerca de las puertas, tirada en la vereda, una máscara, muerta de risa.

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