sábado, 31 de octubre de 2009
Little Boy
Katkazu Mazasura despertó de forma violenta. Un sueño lo perturbó durante toda la noche. En ropa interior, salió de la pequeña cama y caminó tres pasos para entrar en la cocina, puso a hervir agua y se sentó en uno de los bancos junto a la mesa. Su frente estaba repleta de gotas sudorosas; el calor era insoportable, sin embargo, la pesadilla también contribuyó.
Alrededor de las seis de la mañana, más relajado, decidió darse una ducha rápida. En una hora debería estar en la editorial, para completar uno de los tantos libros que arribaron a principios de mes.
Agosto llegó con varias propuestas de distintos escritores, por lo que el director se vio obligado a contratar más personal, entre ellos a Katkazu. Hacía tiempo que el currículum rondaba por el despacho y dadas sus sobresalientes condiciones, fue uno de los primeros en ser convocado. La noticia llegó al joven editor como un regalo del cielo, hacía mucho que buscaba una salida para dejar de perder tiempo en la pescadería de su padre y dedicarse a su profesión. Oportunidad que significó pequeñas disputas con el Patern: como hombre creyente de las costumbres familiares, pretendía que continuara el legado.
Una vez finalizado el baño, tomó un rápido desayuno y se vistió. Buscó la bicicleta y salió a la calle. Mientras pedaleaba y observaba cómo la comunidad de Hiroshima comenzaba a moverse, su mente volvía la atención al sueño de la noche pasada; lo que podía recordar, o lo que se permitía recordar, era el final: parado frente a la pescadería de su padre, una luz cegadora lo sorprende, se cubre el rostro y un intenso calor desintegra todo, incluido él. Era espantoso.
Llegó a la empresa faltando cinco minutos para las siete de la mañana. El viaje desde su casa había empapado la camisa, entre las altas temperaturas y el ejercicio, sudó como en la noche. Por fortuna al director no le molestaba ver a sus empleados en semejante estado; entendía la situación y ya que nadie tenía automóvil, ni pensaba en tener uno, era inevitable.
Katkazu depositó la bicicleta en el galpón donde se encontraban las máquinas y las toneladas de papel, y subió al primer piso. Saludó a los compañeros con respeto y caminó hacia su puesto de trabajo: una mesa, con la tabla elevada e inclinada unos 45 grados y una silla, que, para ser de madera, era muy cómoda. Una ventana daba a la calle y brindaba la posibilidad de un eventual descanso de ojos. Escogió una resma considerable del estante más próximo, abrió en la hoja donde había dejado ayer y continuó el trabajo de corrección y edición del segundo tomo de una trilogía creada por un reconocido escritor oriundo de la ciudad. Un texto netamente filosófico; Katkazu, como amante de esa disciplina, estaba agradecido. Se sentía honrado de leer, antes que cualquiera, el contenido de aquellas páginas; en realidad, a su entender, poco tenía que trabajar, el ensayo era una obra exquisita de comienzo a fin.
Cerca de las 8:10 de la mañana, próximo a terminar, giró su cabeza hacia la ventana y quedó contemplando la inmensidad. El cielo casi carente de nubes. Varias semanas pasaron desde la última precipitación y Katkazu deseaba que continuaran días similares para poder disfrutar el fin de semana.
Miró su reloj: marcaba 8:15:57; decidido a completar su trabajo y buscar el tercer tomo, se levantó de la silla. De golpe, una luz intensa entró por la ventana y lo obligó a cubrirse la cara. Centésimas más tarde, un calor en extremo penetrante barría con todo, incluido él.
sábado, 10 de octubre de 2009
El Bar
El señor Mauthausen cruza la puerta del bar “Las Marias”. Atraviesa el salón atestado de gente desayunando y se sienta en la mesita más alejada. El mozo, que lo conoce hace más de treinta años, se acerca para escuchar el pedido:
- ¿Qué dice don Nicolás? ¿Le traigo lo de siempre?- le pregunta con una sonrisa.
- No ¿Sabes qué? Estoy cansado de la rutina, traéme un licuado de durazno con leche y un tostado.
El mozo, sorprendido, se retira. Es la primera vez que le pide otra cosa y, mientras se aproxima a la barra, se pregunta si no le estará pasando algo.
En realidad, al señor Mauthausen no le pasa nada. Bueno, nada fuera de las preocupaciones corrientes de cualquiera: trabajo, familia, etc. En los últimos días algunas charlas con amigos lo dejaron pensando sobre su vida, pero este hombre no se deja convencer tan fácil por cuestionamientos ajenos.
Poco a poco el bar se va despoblando, son casi las once de la mañana y el señor continúa sentado en el mismo lugar; hace un rato que terminó de desayunar, encendió su 4 cigarrillo en lo que va de la jornada y se puso a leer el diario deportivo.
El mozo vuelve y comienza otra breve conversación:
- ¿Se va a quedar a almorzar, señor?- le pregunta con la misma sonrisa cortés.
- Sí, por favor, una milanesa a caballo con papas fritas.
- Muy bien.
El celular del señor Mauthausen suena; atiende y mantiene una conversación de veinte minutos. Cuando corta, preparándose para ingerir la milanesa que lo espera en el plato, una pizca de alegría le ilumina el rostro. Evidentemente, la charla telefónica le ha sentado diez puntos, lo cual es positivo para que la comida no le caiga mal.
Las horas siguen pasando y al diario deportivo se le sumaron dos más de noticias y opinión. La televisión hace rato que está encendida mostrando la previa del partido, pero él no la observa.
El ruido del tránsito fue aumentando en la última media hora, es el momento del día en que la gente se va del trabajo a su casa, o a buscar a sus hijos al colegio; por lo que la estancia en el bar se vuelve molesta. Afortunadamente, una vez pasadas las seis de la tarde el ambiente se va calmando.
El mozo retorna para anotar el pedido vespertino.
- ¿Qué se le apetece merendar señor?- pregunta.
- Mmm. Que sea un café con leche y otro tostado, por favor.
Ya hace rato que las luces artificiales suplantaron a la natural. El bar se fue llenando de personas que vinieron a ver el partido, o sólo a tomar algo, y ahora casi no se puede respirar.
Una vez terminada la última página del diario, el señor Mauthausen mira su reloj y decide marcharse. Camina hacia la barra donde saluda al dueño, paga todo lo que consumió en el día y se dirige hacia la salida. El mozo, que recién advierte que se estaba yendo, le pregunta si no se iba a quedar a cenar; don Nicolás agradece, abre la puerta y se va.
sábado, 3 de octubre de 2009
La vereda
Uno no alcanza a medir en qué peligro se puede encontrar a plena luz del día, transitando por una vereda. Muchas veces es demasiado tarde para hacer algo, pues la velocidad con la que ocurre un evento siniestro, suele ser asombrosa.
Aparece por la esquina y toma la calle 23 un sujeto bastante sencillo; no viste ropas llamativas o extravagantes, un sobretodo negro lo cubre hasta el cuello y de las rodillas hacia abajo un pantalón de vestir del mismo color y zapatos a tono.
La multitud apenas lo advierte, camina con paso lento y seguro, como si nada en el mundo lo apurara. Muy diferente de las personas que lo rodean; todas andan como si el Diablo les pinchara la espalda.
Se detiene a mitad de cuadra, mira su reloj pulsera y saca un cigarrillo del paquete; una vez encendido y aspirada la primera bocanada de humo, procede a escudriñar el lugar de derecha a izquierda. Repite cada quince segundos y solo mueve su cuello. Derecha, izquierda; derecha, izquierda; derecha, izquierda.
Termina el cigarrillo, lo tira, lo apaga y continúa.
El Sr. Smith hace su aparición por la otra esquina: maletín en mano, ambo de color gris y sombrero haciendo juego. Circula con paso lento, paso cansino; podría decirse, incluso, apesadumbrado. Éste no es su día; distintas preocupaciones ocupan su mente, varios conflictos sin resolver. Sabe que está llegando tarde, pero eso no le preocupa; una persona tan importante como él debe ser esperado.
Hay otra cosa, es más profunda de lo que puede notarse a simple vista: El Sr. Smith esconde algo bastante oscuro, y en realidad eso ocupa ahora sus pensamientos. Tan distraído, que apenas nota a la señora gorda que está frente a él y la impacta de lleno.
Pedidos de disculpa van, palabras clementes vuelven y la señora se aleja. El hombre bate con sus manos cualquier rastro de polvo y junta los papeles que cayeron del maletín. Mientras, se maldice varias veces. Le cuesta agacharse, varios dolores lo aquejan.
Terminado el pequeño asunto, se dispone a continuar viaje hacia la empresa. El acontecimiento pasado lo distrajo unos segundos pero vuelve a hundirse en pensamientos depresivos.
El hombre del sobretodo negro está cerca de la esquina. Oculta una mano en el abrigo y con la otra detiene al hombre de traje gris, quién lo mira sin comprender. Saca una nueve milímetros con silenciador y mientras dispara a quemarropa dice: Don Arduino le manda saludos.
El Sr. Smith cae, el hombre de negro alcanza la esquina y dobla.
Una muestra más de lo que puede pasar: Uno ya no existe, el otro todavía no terminó su día de trabajo.