jueves, 25 de noviembre de 2010

Leyendas del norte



Erase una vez, un hombre de rostro agraciado y altura fuera de lo ordinario; vivía en una bella tierra, cercana a las costas del Gran Mar, en el reino de Trondheim. No se le conocía padre o madre que lo hubiera engendrado. En una noche cerrada lo habían encontrado cuando era un retoño; fue adoptado por una pareja de pescadores de la zona y lo criaron como si fuera propio. El pueblito establecido en aquellas costas era bastante pacífico y sus habitantes respondían al comando del Jefe-Guerrero Alsgärd.
Pasaron los años y el niño creció. La mujer del pescador lo había bautizado Tarkûn y así lo conocieron en sus primeros tiempos. Poseía un carácter encendido e inteligencia sin igual además de una velocidad física sorprendente. Aprovechó sus cualidades para hacerse respetar desde muy joven y en el pueblo nadie osaba desafiarlo. Aunque rápido para la cólera tenía un gran corazón.
El Jefe, que era un viejo lobo de mar, deduciendo que Tarkûn podría servirle para sus propios intereses, no tardó en acobijarlo bajo su ala. Le enseñó todo lo que sabía sobre el combate y su pupilo aprendió.
Cuando ya rondaba la veintena, el ataque liderado por Astargos a los reinos de Trondheim, Olsokh y Vylandur desencadenó la guerra y cada pueblo asistió a quienes gobernaban; una mañana partió a la batalla un numeroso grupo de pobladores, entre los que se encontraba Tarkûn. Se presentaron en el campamento establecido en el bosque de Silderheim y se unieron a los otros. Varios años duró la contienda y el joven ganó una gran reputación que le valió el título de Caballero del Reino, otorgado por el propio Fredrik III en persona. Aquella vez los reinos se alzaron con la victoria y los soldados volvieron a sus respectivos pueblos. Al retornar a su lugar de origen, Tarkûn y sus compañeros chocaron con algo inesperado: el pueblo había sido arrasado por completo y no encontraron sobrevivientes. El enemigo los había tomado por sorpresa. Fue entonces que, desconsolado y cegado por la furia, juró venganza y se prometió no parar hasta tener la cabeza del Tenebroso Astargos en sus manos.
El tiempo pasó y su juramento lo llevó por distintos lugares del reino. Los años casi no lo tocaban, parecía envejecer muy lentamente, sin embargo su corazón ya no era tan cálido y se había transformado en una persona dura y calculadora. A pesar de ello, en la ciudad de Silderheim conoció a otro caballero, del cual se hizo muy amigo, llamado Tristan. Compartieron varios momentos felices y aciagos en la lucha contra el enemigo.
En un año marcado por una profunda oscuridad, el Rey Fredrik murió y el trono pasó a su hijo Vindelin. Entendiendo que la mano negra de Astargos los acecharía por siempre si no hacían algo más que defenderse, convocó un gran ejército. Allí fueron Tarkûn y Tristan entre otros grandes señores y caballeros.
La fortuna estuvo de su lado; logrando la victoria en distintas batallas, el cerco fue acorralando al Mago Negro. Esa vez, las ansias de libertad y prosperidad fueron más que las artes malignas y Astargos fue derrotado. Tarkûn aprovechó su oportunidad y lo enfrentó en un duelo intenso; cumpliendo la promesa hecha tiempo atrás, no tuvo piedad y liquidó al enemigo sin pensarlo.
En adelante, su vida se apartó de la de Tristan. Pocas crónicas existen de aquella batalla final, aunque todas coinciden en que Tarkûn cayó en las tinieblas. Sin quedarse mucho tiempo en los festejos, desapareció del mundo conocido y, guiado por su arrogancia, se internó en Los Paramos; tierra temida por los reinos que viven bajo el sol.
Cuando volvió, mucho tiempo después, construyó su morada en las montañas del noreste. El miedo y el terror lo acompañaban, Lord Rakken se llamó desde entonces y todos temieron pronunciar aquel nombre.
Poco a poco, fue rodeándose de figuras siniestras, replegadas luego de la derrota de Astargos; sintiendo el nuevo poder, volvieron de las sombras y con ellas armó un ejército enorme. Se transformó en una nueva Oscuridad; esta vez más terrible e intensa que la del propio mago.
En un principio, nadie sabía quién estaba detrás de todas las desgracias. Los que escapaban de él decían que poseía poderes espantosos, forma pavorosa o que nadie podía mirarlo directamente a los ojos. Pero todas eran conjeturas. Cierto es que Tristan fue convocado por el Rey para presentar pelea, confiando en sus habilidades, en los largos años de servicio y en su caudillaje sobre las fuerzas del reino. No tuvo suerte. Fue aplastado por el enemigo y Rakken se encargó de eliminar a su otrora amigo.
El Poder ahora se alzaba sin limitaciones y, uno a uno, casi todos los reyes cayeron en distintas contiendas.
Es entonces, en esta situación desgraciada, que un rayo de sol se vislumbra en la tempestad y la historia del Heredero comienza.

miércoles, 29 de septiembre de 2010

Al calor de las balas


Hervía el asfalto con el sol del mediodía. La ciudad padecía el auge del tráfico diario. Una llamada anónima había denunciado ciertas irregularidades en la calle 10 y dos unidades policiales se dirigieron con velocidad.
John “Doc” Smithcraft y James Lafferty, estandartes de la nueva policía, viajaban en uno de los autos; era indispensable su presencia, conocían los bajos como pocos. John fue el primero en recibir la orden, dado que James no se encontraba en la comisaría y le faltaban algunas cuadras para llegar. Suponiendo lo peor, cargó su Magnum característica, las nueve milímetros y dos chalecos antibalas. Apenas subió al coche, distinguió a su amigo en la lejanía y lo encaró.
James lucía demasiado agotado, las últimas noches no había podido pegar un ojo, la adicción a las apuestas, esta vez no era el problema: Su novia lo había llamado para contarle que estaba embarazada y llevaba tres meses de gesta. Era una situación nueva y desconocida para él; siendo una persona de reacciones enigmáticas, los siguientes pasos habían de ser un misterio. Mientras acudían al lugar del incidente, le relató a su amigo la noticia. John no pudo disimular su alegría, y a James le generó una mezcla de orgullo y agradecimiento. Era lo que necesitaba, apoyo psicológico suficiente como para abordar su compleja realidad con una mirada optimista.
El otro coche, donde viajaban cuatro efectivos jóvenes, fue el primero en arribar a la escena. Comunicaron la situación por radio y bajaron para verificar. Segundos más tarde, John ubicó el automóvil cortando la calle de modo que el tránsito se desviara. Apoyó los pies en el suelo justo cuando se oían dos disparos; reaccionando le alcanzo las armas a James y desenfundó su revólver. Otro par los obligó a abrir el baúl y cubrirse detrás. James se asomó unos centímetros y, a través de sus anteojos de sol Aviator, observó cómo sus compañeros caían heridos. Miró a John a los ojos y con un guiño de éste se levantaron y comenzaron el tiroteo.
Las balas provenían desde un kiosco de pequeñas dimensiones, la llegada de la policía desconcertó a los delincuentes que se habían atrincherado detrás de un mostrador. James corrió hacia la puerta, distinguió sólo a dos de ellos y al dueño del comercio; John se paró del otro lado, recargaron y continuaron el enfrentamiento.
En una fracción de tiempo, su amigo se desplomó en el suelo ante su incrédula mirada. Iracundo, entró en el lugar y asesinó a los ladrones.
Supuso que todo había terminado, pero la mirada de terror del kiosquero y la fría sensación de una pistola en la sien le comunicaron su error.
- ¡Corten!
Los caídos se levantaron. Jack McClaren (James Lafferty) se acercó al director y le preguntó:
- ¿Qué te pareció Robert?
- Mejor que las cuatro tomas anteriores- contestó entre sonrisas.
- Fantástico- se dirigió a su compañero y le gritó – ¡Charles (John “Doc” Smithcraft), le gustó! ¿Vamos a tomar algo?

martes, 6 de abril de 2010

Alea jacta est


Un sol brillante observa sus dominios desde lo alto del firmamento. El cielo se encuentra limpio, ninguna nube oculta el techo celeste. Irónico.

La alarma se esparció ni bien la noticia llegó a las cabeceras de los medios de comunicación. En internet, a los pocos segundos todos hablaban del suceso. La predicción de esta situación tiempo atrás, habría intentado anticiparnos que el pánico se apoderaría de cualquier ciudad, en cualquier parte del mundo. Debo decir que se hubiese equivocado.

La metrópoli no dejó de respirar con el típico trajín vespertino. Las bocinas de los coches siguen sonando, los perros siguen ladrando, todo fluye con normalidad mientras el sonido del teclado trabajando llena el ambiente.

La inevitabilidad del evento, creo, obliga a quedarse donde uno se encuentra; de una u otra manera la suerte está echada.

Ocho minutos no son muchos cuando se los describe sin una relación con algo. En realidad son algunos menos, pero la esencia de la estructura es casi la misma. Que resten ocho para finalizar un partido de fútbol, podría ser irrelevante, sin embargo en básquet es toda una vida. En este caso, ocho minutos para despedirse, no son suficientes. Hasta el menos sociable de los individuos notaría la injusticia.

Luego de contemplar el cielo me dirijo al teléfono. La primera llamada es predecible:


- Hola, ¿Ma?

- ¿Cómo estás? Si ma, ya lo sé, sólo quería hablar.

- Creo que es en vano que me preguntes si comí hoy.

- Está bien, está bien.

- Yo también te amo.

El corazón me duele como si estuviese a punto de infartarme. Tres minutos.


- Hola ¿Cómo estás?

- Es algo caradura de mi parte, pero creo que necesitaba escuchar tu voz.

- Hipócrita o no, sé que me equivoqué y te quería pedir perdón.

- Es cierto, aunque debo decirte que fueron los mejores años de mi vida.

- Sí, todavía siento lo mismo y eso no cambiará.

- Hasta siempre.

El dolor creció en intensidad de forma exponencial. Cuarenta y cinco segundos.

El sol irradia energía con mas fiereza; preludio de lo que ya pasó, pero todavía no ha llegado. Dejaré el sillón del estudio y saldré a verlo.

Termino el texto y lo subo al blog.

Diez segundos

domingo, 17 de enero de 2010

2003/2010


Imposibilitada, la luz se encuentra ausente. Como si alguna entidad entendiera y considerara inoportuna su presencia. Aquella que se llevara algo tan preciado hace sólo unos días. Casi no se percibe sonido alguno. El vacio. Eufemismo atolondrado, encripta para quién lo ignora, su relevancia.

Pocos asistimos al evento. Éteres distantes, ahora inconexos entre sí, pues se ha perdido para siempre la unidad. Lo que animaba nuestros corazones.

Sin entender el por qué, la dolorosa realidad se impone de forma altanera, faltando al respeto que merece su historia. Desaparecida la magia, comprendimos al instante el peso de la consecuente. Ese lugar que ya no podrá ser ocupado.

No hay datos precisos, es casi quimérico seguir el curso de los acontecimientos. Hacía bastante que no se lo veía, tal vez un año o año y medio. Suponíamos, obnubilados por Ate, que todavía se encontraba retirado en las montañas. Tiempo atrás eligió las elevaciones centrales para ubicar su vivienda y allí lo encontré un par de veces. La vida eremita lo satisfacía.

Yo fui el primero en enterarme. Tuve la amarga tarea de darles la noticia a los otros. Fue de casualidad, hilando búsquedas sin propósito en Internet; tal vez el destino me había señalado.

Concordamos, luego de hablar unos minutos, que sería mejor mantener el asunto en la mayor discreción. Tampoco quisimos dejar marca alguna. Nuestra memoria sería el Atlas que sostendría su imagen.

Propuse una pequeña reunión, a modo de despedida, para concentrar nuestro afecto hacia él y recordar sus anécdotas. Sin embargo, el silencio envuelve todo, dificultando materializar mi deseo. Cada uno efectúa una introspección, revisando y tratando de internalizar cada sensación.

Con él partió una parte de mí. Creo que ha sido en el momento oportuno, pues es necesario que agite mis alas y ubique un sendero propio.

Por algo será.

Pero es el momento oportuno.

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